"Ovejas esquiladas, que temblaban de frío" es a la poesía lo que la memoria histórica es a la justicia
01/01/2011Publicado en Revista Youkali
Mientras leía y releía el poemario de Gsús Bonilla, no podía dejar de pensar en esta idea: Ovejas esquiladas, que temblaban de frío es a la poesía lo que la memoria histórica es a la justicia: la voluntad de que el pasado y los recuerdos permanezcan vivos, para que podamos seguir avanzando por el camino de la dignidad sin dejar a nadie detrás.
Pero si una ley, por muy justa que sea, siempre parece algo frío, anónimo, impersonal, que por querer hablar de todos parece no hablar de nadie en concreto, los poemas de Gsús son todo lo contrario: poemas que no sólo están vivos sino que tienen el poder de resucitar; que disuelven tiempo, espacio y fronteras, porque hablan del muerto enterrado en la cuneta y del moribundo en la esquina de nuestra calle, porque hablan de la muerte física y de la muerte por olvido y por ignorancia, porque hablan de un pueblo de Extremadura y de todos los pueblos y poblados, ya estén en la Cañada, en Gaza, o en el Sáhara. Habla del pasado pero también de la parte del presente que nos empeñamos en ocultar detrás de escaparates, de muros físicos o interiores, o enterrándola bajo la cobardía, la comodidad o la culpa. Nos dice que algunos muertos están muy vivos, que algunos, incluso, están ahora mismo estrenando la muerte. Porque para él la poesía no sólo se trata de un ejercicio de nostalgia u homenaje, sino la tarea ineludible de seguir abriendo los ojos.
Son poemas que ejercitan un músculo que poco a poco se nos ha ido atrofiando: el de la indignación. Poemas de tal humanidad que, por falta de costumbre, parece casi sobrehumana.
Gsús, no hay que olvidarlo, viene de la periferia de la periferia, y por eso puede hablar de gente que quizá muchos de nosotros no conocimos pero que no nos podemos dar el lujo de olvidar. En sus poemas yo me he encontrado a mis padres, a mis tíos, a mis abuelos, esos que no conocí y de los que apenas se hablaba en casa, quizá porque no todo el mundo tiene los redaños necesarios para el recuerdo, sobre todo cuando las cosas se han vivido en primera persona. Gsús hace que resuciten las abuelas y las convierte en las princesas que nadie supo ver. En sus versos habitan mujeres que no se atrevían a confesar su dolor ni su desgarramiento, por miedo, por pudor, por no hacer daño a los seres queridos. Y en pocos libros he visto retratos tan fieles de esas mujeres: abuelas, madres, viudas, luchadoras, maltratadas, perdedoras y malditas.
Porque hay una cosa que Gsús sabe muy bien: el dolor, la pobreza avergüenzan a quienes las están sufriendo. Y tengo la impresión de que él se ha hartado de esta censura que las víctimas se imponen, cuando el daño se lo han hecho o se lo están haciendo otros, los verdaderos culpables, que curiosamente son inmunes a la vergüenza.
Quizá en su momento Gsús no pudo o no se atrevió a acariciar aquellas heridas que vio de cerca. Por timidez, por respeto, por no querer romper el velo que la vergüenza de otros interponía. Y ahora, con la paciencia de un artesano, a la manera en que su madre cosía, acaricia las heridas en sus versos.
Dice en uno de sus poemas: tenía muchas cosas que contar / porque había pasado mucho. La mirada de Gsús no se consigue de cualquier forma: ni en la universidad ni siquiera gracias a las lecturas. Es de esas sabidurías que no se enseñan, sino que puede que se hereden, quizá genéticamente, pero que sobre todo se aprenden mirando, no retirando la mirada aunque lo que se ve escueza como una gota de limón en el ojo.
Y más que orgullo por él mismo, lo que hay es un orgullo de raza, por los que le han traído hasta aquí, y también la lucidez y la claridad del superviviente, al que ya no le van a vender falsos paraísos, llámense democracia, globalización o heroína.
Los supervivientes tienen muchos caminos por delante: uno de ellos, el más habitual probablemente, es el del cinismo. Otro, una renovada ingenuidad o también la autovictimización. Gsús ha elegido el de la compasión. Una compasión firme, indignada, beligerante, que le dice que de amor y de ira nunca andamos sobrados. Es muy difícil, doy fe como poeta, hablar por boca de otros, sin caer en lo sentimental, en el paternalismo, en la complacencia. Pero la capacidad de empatía de Gsús hace que parezca fácil. Y una de las maneras que él elige es tomando conciencia de que las palabras también son una responsabilidad. Pensarlas hasta el final, darles la vuelta, devolverles su inocencia y mirarles el forro. Aunque haya que retorcerlas hasta dejarlas desnudas, replantearse sus significados, a veces con notas a pie de página: línea de Gaza (por ligera, por flaca, por fina, por tenue, por delicada, por consumida).
Gsús habla desde dentro de esas palabras, sin la frialdad de los datos, ofreciéndonos siempre un rostro, un detalle sobre gentes que soñaron otros tiempos, una vida, sin más pretensión que un refugio, animales de huella profunda. No se presenta como un héroe, porque él también intenta olvidar, empujando fuera de sí a los fantasmas. Pero la única manera de hacerlo es dando fe de su existencia. Como él mismo dice: intento olvidar un millón de veces hasta que la imagen empieza a ser borrosa. Pero no permite que la imagen se disuelva, sino que entonces es cuando la escribe: la imagen ya no será borrosa nunca, sino que se transformará en negro sobre blanco. Ya no podremos olvidarla, pero al menos habremos encontrado la manera de compartir este cansancio de mirar.
Como los nietos dormidos a los que su abuela habla de los muertos en las cunetas y en las tapias: nosotros podemos elegir despertar o seguir durmiendo. Pero su libro está ahí. Sus palabras han ocurrido, han pasado por nuestra vida. Aunque no ofrezca ninguna esperanza explícita. La esperanza está sobreentendida en que él ha llegado hasta aquí y escribe, se esfuerza, se exige, y nosotros al leerlo somos parte de esta genealogía que va más allá de la sangre, la genealogía de los que no olvidan.
ANA PÉREZ CAÑAMARES