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La música de Walcott 25/12/2010Publicado en Babelia (El País)



A Derek Walcott The Sunday Times le pidió un poema cuando Obama era aspirante y otro cuando ganó las elecciones. Walcott cedió a semejante petición e incluyó los dos poemas de ocasión en este libro cuyo interés, sin embargo, no está en esa periferia externa, mediática y banal (además de muy bien pagada), sino en el centro de la existencia de su autor, marcada por el sentimiento opresivo de la vejez, el presentimiento de la muerte, el temor a la declinación de sus dotes poéticas, y las secuelas, a veces devastadoras, del amor. La tendencia más natural de Walcott es la recreación sensitiva de la realidad, que adquiere una densidad penetrante, muy especialmente cuando de su isla natal antillana se trata. Una especie de aluvión de percepciones se acumula en sus poemas, creando estratos que se superponen y dan la sensación de que lo que existe tiene una realidad añadida, como una novedad que la alumbra y deslumbra a la vez. La necesidad, casi compulsiva, de absorber el mundo es al mismo tiempo una necesidad de reinventarlo, pero no desfigurándolo, barroquizándolo, fantaseándolo, sino acatándolo, aceptándolo en su riqueza y diversidad, proclamando así su soberanía óntica, su más intensa autoafirmación. Eso vale para todos los escenarios -Italia, España- pero muy especialmente para el más amado de todos, el suyo propio, el de su isla natal, el de su reino absoluto. Volver al espacio primigenio del descubrimiento del mundo: he ahí el espacio gravitatorio de este libro, del que depende su más cautivadora fascinación. Pero, junto a ese "ideal perpetuo del asombro", como dice en uno de sus poemas, aparece la muerte, la suya propia, presentida, inminente, y la de sus amigos desaparecidos (el muy amado Joseph Brodsky, entre otros), de tal modo que a la emoción celebrativa, puro entusiasmo, se une la emoción de la pérdida irreversible, pura ansiedad que reconoce el esplendor del mundo al mismo tiempo que su más oscuro reverso. La mezcla es sabia y fulgura con tensión comedida, sin aspavientos, de manera epicúrea, integrándonos a todos en ella, en un rito íntimo de perfecta piedad y belleza: "Antes de que ellos mueran [autores muy queridos y valorados por el autor, aunque no por la crítica] debo hacer en mi cabeza / sitio para un santuario con luciérnagas y estrellas". Walcott es un virtuoso de la métrica, y esa música de pies marcados y rimas sin fin se pierde en esta noble y esforzada traducción, que fracasa y triunfa a la vez, como todas las buenas traducciones que se las tienen que ver con huesos duros de roer.

Ángel Rupérez

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