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La memoria del verbo 01/12/2010Publicado en Revista Mercurio



El veinte de este mes de diciembre se cumplirán cinco años de la muerte del poeta Leopoldo de Luis, para quien la poesía, como nos recuerda Ricardo Senabre, “fue un medio de fijar lo perecedero y conservar el pasado a través de la palabra, el único elemento purificador”. Otro poeta, Jorge Urrutia, hijo de Leopoldo de Luis, ha ido a lo largo de este tiempo dando cuerpo a la ausencia de su progenitor, haciéndola crecer dentro de él hasta amanecer una obra ajena a cualquier preceptiva literaria, De una edad tal vez nunca vivida, que exige, eso sí, la tensión y la demora requeridas por la lectura de un poema, tal es la precisión y belleza de su prosa.

Una obra en la que la memoria es verbo, vertebración moral de la escritura. En ella se entrelazan, siempre velados por la búsqueda de lo esencial, imágenes y sonidos de la posguerra y escenas familiares, cruzan sus páginas personajes y la naturaleza forma parte de la entraña de lo narrado. Realidad y ficción se retroalimentan en estos textos en los que, enseguida, se implica el lector, pues hay una constante solicitud de participación por parte del autor que no se queda en lo meramente emocional, sino que le obliga a aquél a reflexionar sobre la tragedia de la guerra, sobre la muerte, la verdad y la belleza; sobre el poder purificador del arte y la generación de una lengua como manifestación honda del propio ser; incluso el hecho mismo de la lectura como acto alumbrador de placer se integra en esta reflexión con la misma temperatura vital.

Un impulso genesíaco recorre todo el libro, por eso la infancia está tan presente, de ahí la importancia de la casa: “Todo lo entendí como un eco de las voces oídas en mi casa, porque la casa era la noticia de las cosas y éstas traían la huella del mundo invisible”, cosas y objetos que engendran una multiplicidad de asociaciones, como la acuarela de Gaya regalada por Juan Guerrero Ruiz, “cónsul de la poesía española”, a Leopoldo de Luis, que en un país oscuro impresionó la retina del entonces niño Jorge con la luz de una playa gracias a la cual entendió el papel protector de su padre “decidido a que sólo él recibiera los agudos zarpazos de la vida”. Y si de orígenes hablamos, el espinazo de esta obra es “una historia nunca escrita” en la que el agua tiene un carácter lustral, pues es fundamento del amor. Terminada la guerra civil, Leopoldo de Luis, oficial del ejército derrotado de la República Española, es condenado, tras pasar por diversos centros penitenciarios, a un campo de trabajo situado en Jimena de la Frontera, en la provincia de Cádiz. Al descender del tren en que fue conducido como si de ganado se tratara, y mientras estaba formado en el muelle de la estación, le trajo un poco de agua quien luego sería su mujer. Escena recreada por Urrutia mediante la cita de unos versos de Góngora: “En el cristal de tu divina mano/de Amor bebí el dulcísimo veneno,/néctar ardiente que me abrasa el seno/y templar con la ausencia pensé en vano”. Agua matriz de una corriente existencial posterior donde Jorge Urrutia nada sin salvavidas, abrazado únicamente a su escritura dotada de un potente simbolismo por tocar fondo en lo real, llena de voces y figuras familiares, sostenida por la respiración paterna, tan palpable en las páginas dedicadas a su despedida de esta vida. De una edad tal vez nunca vivida, niega con su título que se trate de una autobiografía, por eso cualquier lector puede reconocerse en sus páginas, y encontrar en ellas –cito al autor– camino, meta, emoción y reposo merecidos.

JAVIER LOSTALÉ

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