Un inmenso e incomparable diálogo poético
01/09/2010Publicado en Revista Otro lunes
En una misiva fechada el 15 de abril de 1862, Emily Dickinson escribía a su amigo y consejero literario A.T.W.Higinson: "¿Está usted demasiado ocupado para decir si mi Verso está vivo? .../... Que no me traicionará usted -es vano pedirlo- porque el honor es su propia medida"? ¿Habría creído alguna vez la poetisa norteamericana -más de un siglo y medio después- que su verso seguiría hoy aún más vivo que entonces?
La trama dickinsoniana es ya sabida, pero valga recordar que esta enigmática mujer, nacida en Amherst, Massachussets, en 1830, no publicó en vida más de siete poemas, pero guardaba en secreto cerca de dos mil. Apenas salió de su ciudad natal, cuidó con resignación de su madre enferma, mantuvo una actitud distante frente a posibles romances -si bien, pareció vivir un amor imposible con Charles Wadsworth, pastor protestante-, leyó con devoción la Biblia, a Shakespeare y Milton -sus grandes influencias posteriores-y se convirtió con el paso del tiempo, y con el permiso de Walt Withman, en la autora estadounidense más importante del siglo XIX y en una figura universal de la lírica.
Ahora, ve la luz, "Poemas a la muerte", con selección traducción y prólogo de Rubén Martín, una sugestiva compilación que da cuenta de la mortal trascendencia temática que subyace en muchos de los textos de Emily Dickinson.
En su aclaratorio prefacio, el mismo Rubén Martín afirma que para ésta, la muerte es "un acontecimiento del que nada puede saberse, que sólo se puede rozar a tientas, para inmediatamente certificar el propio fracaso". Se trataría, pues, -añade-, de "un problema de conocimiento, un hecho que pese a constituir la única certeza de la vida, provoca una falla, una tachadura, una imposibilidad ante la cual lenguaje y mente se colapsan".
Y en efecto, la hondura de su verso, su verbo impresionista y almado, la eterna sed que esconden sus preguntas, la secretas galerías de sus respuestas, su visionario escepticismo, su incesante batalla con Dios, derivan en una poesía del pensamiento que conjuga a la perfección con su malabarismo lingüístico. Claro que esto, para el lector no iniciado, resulta más complejo que gozoso. Pero por ello, Emily Dickinson, no es autora de una sola vez, sino de lectura y relectura obligada, para poder saborear cuanto hay detrás de su misterioso rostro lírico.
Con certero tino, ha sorteado el traductor los múltiples obstáculos que plantea verterla al castellano -complejas asociaciones metafóricas, elipsis, variantes cultas y coloquiales, uso indiscriminado de guiones...-, para dejarnos la esencia de unos textos que destilan emoción, liberal puritanismo, desbordante intimidad, pero que se aúnan para dar fe de cómo el fenicimiento humano era para Dickinson propia y constante elegía: "Mi vida terminó dos veces antes de terminar-/ Ya sólo queda ver/ si la Inmortalidad desvela/ otro acontecimiento para mí,/ tan gigantesco y tan inconcebible/ como los otros dos./ La despedida es todo lo que sabes del cielo/ y cuanto necesitas del infierno".
Inteligente, culta, autodidacta, sensible y solitaria, supo regalarnos la voz de los muertos en un inmenso e incomparable diálogo poético. Como susurros del ayer, como presentes ángeles del hoy, podrá ahora el lector sorber y deleitarse con estos poemas que nos devuelven la realidad y el sueño de una mujer única y distinta: "Nuestra ignorancia -es nuestra armadura-/ Llevamos la Mortalidad/ livianamente, como un Traje escogido-/ hasta que nos obligan a quitárnoslo-".
JORGE DE ARCO