Al acecho del dolor
26/09/2009Publicado en Cuadernos del Sur (Diario Córdoba)
De pronto, una escritura se ha vuelto adulta. Pero no se trata de un truco ni de una escaramuza. Ya no hay vuelta atrás. El autor se ha tirado a la calle, al asfalto: a la vida. “Lo más simple, lo más leve, hace agujeros en nuestra emoción; pájaros en picado/ suaves/ sobre el agua.”. Libros los anteriores a tener en cuenta, libros con luz pero marcados por la prisa. Hay que agradecerle a Antonio Luis Ginés ese andar pausado que no ha sucumbido en los últimos años a la presión mediática de sus compañeros de generación y de Córdoba, que ha aceptado “su paso” y ha cumplido dando lo mejor de sí mismo. Porque este libro, Picados suaves sobre el agua, no se construye en dos días. Necesita maduración, tiempo, atención y mucha, mucha poda, toda a la que han sido sometidos estos textos, a juzgar por el resultado. El libro marca un antes y un después en la trayectoria de su autor, y ni tiempo ni trabajo han sido en vano. Este libro se nutre de lo cinematográfico y de los diferentes géneros literarios, principalmente del narrativo. Pero nunca baja la guardia y nunca deja de ser poesía, por más que los poemas estén escritos en prosa, pero con un ritmo fluido, preciso, del que lo mejor que puede decirse es que no se nota. ¿Y cuál es el argumento de la película? No muy original, porque al fin toda la poesía verdadera tiene el mismo argumento. Un hombre (pero no un hombre), una mirada, una cámara va filmando, narrando-meditando su propia vida juntamente con el espectáculo de los demás, quienes le rodean, quienes le antecedieron y quienes le sucederán. Por Picados pasan los trenes, la carretera, la ciudad, el dolor, el sexo, la naturaleza, la escritura, el universo, el paisaje, la enfermedad, el destino Un friso en el que todo se retrata y todo tiene su lugar.
No hay una sola voz. La cámara que filma lo hace desde fuera y desde dentro, como afirma Concha García en el prólogo. Como en una narración, el sujeto es múltiple, y va desde la tercera persona a la segunda y al narrador omnisciente, aunque sólo en muy pocas ocasiones la primera se adueña del visaje para expresar mejor los sentimientos o la reflexión sobre el hecho del que trata. En el poema Soho la cámara enfoca a un perro de tres patas que, desde la calle, observa lo que pasa dentro del café. Después de detenerse en los personajes del interior y sus dibujos, vuelve otra vez fuera, donde estaba el perro, y ahí concluye. Se trata sólo de una simple estampa que retrata algo, un café urbano y sus personajes. Algunos rasgos podrían ser el movimiento, deambular, ese no poder asentarse, la nostalgia o mejor la tristeza de saber que hay algo inabarcable y que ya nunca se alcanzará, porque es imposible “estar en dos sitios al mismo tiempo”: “En paralelo, olvido la hora y el día, el azar nos acerca lo suficiente para que podamos oír uno la respiración del otro; la velocidad precisa, el cálculo perfecto; dos / partículas / que giran sin órbita / siempre / hacia delante. “Leer este libro es algo placentero, luminoso y triste. Triste porque así es la existencia desde la mirada de la madurez, con sus frustraciones y sus primeras seguridades –imposibilidad, muerte- y luminoso porque el manejo del lenguaje, los diversos enfoques y el uso de las diferentes tradiciones han sido mezclados y barajados no desde la erudición ni desde la composición “per se”, sino desde la vida. ¿Acaso no nos pertenece ni un trozo de cada camino recorrido, queda al menos el surco de nuestros dedos en la tierra?, ¿qué huella se recoge en formol aunque una y otra vez nos venciera la certeza de / que el trayecto éramos, únicamente, / nosotros mismos?”.
JUANA CASTRO