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Adiós al hijo 25/09/2010Publicado en Cultural, ABC



Carlos Bousoño tituló Oda en la ceniza uno de sus mejores libros. Mary Jo Bang (Waynesville, Missouri, 1946) titula Elegía, a secas, el suyo más reciente, que gira en torno a las imágenes de una urna –la que contiene las cenizas de su hijo, muerto a los 37 años- y que difiere mucho de la cantada por John Keats.

Y es que la poesía de Mary Jo Bang es todo menos romántica, y podría decirse que en esa diferencia encuentra su definición y su perfil. Y no es que no mantenga el valor del misterio o que deje de «condensar en siete estrofas» su «mundo particular». No: todo eso lo tiene y lo hace, pero lo que la singulariza dentro del programa poético moderno es su logrado -y casi involuntario- equilibrio entre subjetivismo y objetividad, patentes tanto en el tratamiento del pathos como en todos y cada uno de los distintos movimientos del poema, en los que se advierte una absoluta coherencia interna y una sólida estructura formal.

La poética del libro -si así puede llamársele- está explícita en «El rol de la elegía», un poema sobre el género que trata y en el que expone lo que considera su función, que no es otra que ésta: «Colocar una máscara mortuoria sobre la tragedia, / una cortina sobre el espejo» y articular sobre ello una «estética del dolor, / de la pérdida, de la insoportable / imagen postrera de lo que una vez fue corpóreo» y lo ha dejado de ser para siempre.

Un puzle, un enigma
Diálogo con el hijo, pero también -y sobre todo- consigo misma, Elegía analiza la estratificación de la memoria, que descompone en anécdotas que proyecta en un puzle convertido en enigma del que intenta extraer los posibles sentidos -ya que no hay un único sentido, pues éste es siempre «el diagrama esquemático de la idealización»- que recompongan los diversos fragmentos reunidos y los devuelva -en el poema, al menos- a su anterior totalidad.

Libro, pues, de proceso –de procesos-, lo que se impone como rasgo distintivo más propio es su íntima unidad de la relación entre objeto y pensamiento, y la pluralidad formal con que ello se expresa. Porque no hay un solo tipo de poema, ni una estructura rítmica, ni una apoyatura ajena a lo que la autora quiere significar: todo aquí brota desde dentro y cada palabra parece creada por primera vez. Tal es la verdad de su discurso: hasta la mitología a la que alude -el Leteo, Sísifo, Casandra, Perséfone o Psique- corresponde a las necesidades de su sistema referencial, que es -y así lo llama- un «(laberinto incompleto», en el que la piedad de una madre tuviera «las ventanas de la noche cosidas a sus ojos».

Como Ajmátova, con la que en algún punto y por su fuerza se la podría comparar a Mary Jo Bang ahonda «en la arquitectura del suceso», de donde extrae ese «revoltijo de memoria y verdad» que constituye la materia de este libro, en el que las lágrimas «son sólo un aspecto / de la escenografía del dolor» y en el que asistimos al triste espectáculo de la «drogada asperidad de la mente». Lo que esta poesía pone en juego es la contingencia del sujeto a la luz de la ficción del yo: la inexistente historia personal que nos conforma y que aquí se muestra en todas y cada una de sus limitaciones.

Mary Jo Bang opone lenguaje y realidad: para ella sólo lo que no tiene realidad se convierte en lenguaje. Por eso afirma que lo único que se puede constatar es lo visible y que «hay un centro / en casi todo pero nunca / una certeza». Su tema, pues, no es lo inmediato sugerido -la pérdida del hijo-, sino «el estatismo de lo oscuro» y lo que conlleva: «La disolución del instante» porque «la naturaleza es actor» y, por eso, «el agua del mar gotea del labio de una ola».

Deriva en marcha
Muchas son las cosas que sorprenden en esta escritura: su capacidad para la frase gnómica y las construcciones sostenidas sólo por una morfosintaxis nominal, la variabilidad formal y riqueza expresiva, así como su contención emotiva y su temperatura metafísica que Jaime Priede ha sabido con exactitud extrema reflejar. Pero lo más interesante de ella tal vez sea la dinámica interna del poema, con los encabalgamientos estróficos, cuando los necesita, y su cuidada articulación mental.

No estamos ante un libro más, sino ante un texto único basado, casi todo él, en «el color y tono del tiempo verbal», que dispone nuestra percepción en un plano de simultaneidades que nos permite ver nuestra deriva en marcha. Poesía de frase, más que de metáfora, en la que, cuando las hay, éstas asumen un papel no de ornato, sino de revelación: son la ceremonia de un momento, están hechas de tiempo y experiencia, y su paisaje es concreto, nunca imaginario, como tampoco lo es el dolor.

JAIME SILES

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