El lector no debe perderse este florilegio de poemas a la muerte francamente impresionantes
07/09/2010Publicado en Revista El genio maligno
Una vieja sentencia de T. S. Eliot asegura que cada nueva generación de lectores necesita su propia traducción de los clásicos para poder tratarlos como a sus contemporáneos, dándoles su personal e insolente impronta a las formas y contenidos que en otro tiempo fijaron sus autores, escogiendo con mano certera las palabras adecuadas de entre todas las existentes. Creo que no cabe discusión en este punto: hay ocasiones en que, pese a todo, un gran clásico puede vestirse de aburrido poeta aficionado por la sola causa de la vejez de la versión que manejamos, en tanto que una nueva traducción, si es certera, consigue rescatar de esas mismas páginas la lozanía y frescura originales, restaurando así el vigor primigenio que las hizo merecedoras de un lugar honorífico en el canon. Tampoco quiero, con esto, obviar ni por un momento la vigencia intemporal de ciertas traducciones clásicas –del Ausias March de Jorge de Montemayor al Dante de Ángel Crespo o el Poe de Cortázar–, pero insisto en la justeza del juicio de Eliot respecto a lo legítimo y necesario del impulso que lleva a actualizar las grandes creaciones literarias para que tomen nueva voz en un mundo en perpetuo cambio.
Algo parecido debió pensar el poeta granadino Rubén Martín –premio Andalucía Joven 2006– al tomar la decisión de volcar de nuevo al español algunos versos de la insigne poeta Emily Dickinson (1830-1886), cuya obra andaba injustamente algo perdida por entre los anaqueles de las librerías patrias desde hacía algunos años. Versiones precedentes, desde luego, las hay muy buenas, pero esto no supone óbice alguno para su autor, que, muy al contrario, las agradece en el empeño de enfocar con nueva luz a la imponente escritora estadounidense, un acto de justicia poética del que, por cierto, no es ajena cierta reivindicación a título personal de una estética orientada en la dirección de sus propios intereses.
De entrada, respecto a estos Poemas a la muerte (Bartleby Editores, 2010) cumple poner de relieve que la selección de textos traducidos no es arbitraria ni conforma el libro como una antología comercial al uso, sino que aparece rigurosamente vertebrada a la manera conceptual de un moderno ars moriendi, donde cada texto está ligado al siguiente como las cuentas de un collar fatalmente siniestro. Y visto el conjunto seleccionado, tampoco hay lugar a dudas respecto a que muy pocos han escrito sobre el asunto con la lucidez y la profundidad de la Dickinson, cuya interpelación al lector, directamente a las entrañas mismas de su condición de ser-para-la-muerte, va más allá del patetismo de un memento mori, para ponernos cara a cara ante una realidad tan material e inmaterial, tan extraña y cotidiana a un tiempo, que por fuerza se escapa de lo inteligible y fondea apenas en las puertas de la percepción. El camino que en el libro se organiza hacia la madurez de la voz poética puede revelarse, en realidad, como un viaje a la semilla, si, en efecto, «la vida es un lapso entre suspiros», un paréntesis entre dos nadas. En todo caso, no es que en su acercamiento a la muerte sea esquivo respecto a las explicaciones religiosas o filosóficas al uso –con las que, por descontado, una y otra vez Emily Dickinson juguetea–, es que parece tener lugar en otro espacio distinto al de la comprensión misma, bordeando los límites de lo aprehensible hasta erguirse casi como visión o vislumbramiento fundamental entre todas las certidumbres, de donde resultan sus exquisitos y devastadores efectos estéticos. Hay aquí, no lo duden, alta literatura.
De los 1700 poemas encontrados tras su fallecimiento, el antólogo escoge un variado conjunto de 155, proporción más que suficiente para demostrar que la muerte fue una obsesión constante en su quehacer literario, más aún si notamos que entre los seleccionados están, por si fuera poco, algunos de los más celebrados de la autora, desde que vieran la luz por primera vez en 1890. Y no sólo eso, la elección del tema pretende servir también para tratar de ir liquidando esa imagen demasiado dócil o dulcificada de la gran poeta norteamericana que aún pervive en el inconsciente colectivo, la cual no se corresponde para nada con la valentía de una escritura al límite y sin concesiones, absolutamente moderna y capaz de desgajar la intimidad desde el más exigente solipsismo, desde una soledad –su autoexilio personal en Amherst– forzosa y buscada a la vez, que, como explicó George Steiner, fue siempre su alimento. No en vano, el carácter anómalo y discordante de su talento, implacable respecto a las convenciones lingüísticas y versificadoras, y que el traductor sortea con muy buen oficio, la ha llevado a ser descrita como «equívoca hasta el fin», lo cual no deja de desafiar –todavía hoy– a los lectores más domesticados, ofreciéndoles una producción fuertemente hermética bajo la brevedad y aparente sencillez de su estilo.
Es justo desde la distancia de esa «madriguera a menudo autista» que señalaba el propio Steiner, desde donde consiguió alejarse no sólo de la mascarada de una poesía burguesa de tipo victoriano –inversamente a lo que cabría esperar de su condición de mujer y adinerada–, sino también del mesianismo de un Emerson o un Whitman, con quienes únicamente pudo compartir la excelsa visión de la tarea poética, además de un lugar en el podio de la poesía estadounidense de todos los tiempos. Más cerca de Shakespeare y los poetas metafísicos ingleses del XVII, a los que leía ávidamente, su «ser en el encierro» –tan fiel al viejo lema de Tibulo “en la soledad sé un mundo para ti mismo”–, le obstinó también en no publicar, porque eso equivalía para ella a «la Subasta / de la Mente del Hombre», labrando de este modo en silencio la singularidad de su poesía, el carácter irreductible de un legado personal, que, como enfatiza Rubén Martín en las páginas preliminares, apunta directamente hacia nuestro presente o más allá, abriendo los caminos de la modernidad poética. Y es ahí donde reside hoy la sorpresa para el lector, que no debe perderse este florilegio de poemas a la muerte francamente impresionantes (señalo los 670, 685, 712, 937, 997, 1062 y 1106, pero también el precipicio final), donde el dolor es humano, y la verdad y la belleza son para siempre parientes en la noche.
JAIRO GARCÍA JARAMILLO