Podríamos vivir sin poesía, pero sin Handke a duras penas podríamos seguir adelante
02/10/2009Publicado en El Cultural, El Mundo
No hay autores complejos, sólo lectores simples. Si a cualquiera de éstos le preguntamos por Peter Handke (Griffen, Austria, 1942), le faltará tiempo para manifestar su aversión por el austriaco. En su diatriba aparecerán adjetivos como pretencioso, indigesto o, sin más ambages, un pesado. Es muy posible que use a Günter Grass como término de agravio comparativo. ¿Nos apostamos algo?
Pero que el lector de nuestro experimento sea un simple no significa que Handke sea complicado. Es un genio, más bien. Hace de todo y todo lo hace bien: novela, teatro, ensayo, guiones wimwendersianos. Se encuentra como pez en el agua sobre la alfombra roja de Cannes o en la antesala de los Nobel. Es políticamente polémico a la manera de Ezra Pound: por ponerse de parte de los malos. A mediados de los 60 ofendió al público con su obra Ofendiendo al público. Otros títulos igualmente armados son el barthesiano El miedo del portero ante el penalty o el insoportablemente bello En una noche oscura salí de mi casa sosegada. Y si aquí le roba el alma a Juan de la Cruz, en Don Juan le dinamita el mito a Tirso para perpetuarlo otro medio milenio. Con 67 años, sigue siendo una de las reencarnaciones de Byron más convincentes: bello, brusco, rebelde. Poeta.
Vivir sin poesía es el engañoso nombre de 547 páginas de poesía viva, vivida y para vivir. Nace en 1969 con El mundo interior del mundo exterior del mundo interior y crece con el siglo a través de El fin del deambular o Poema a la duración. Han sido 40 años de discurso roto como el ego post-freudiano: con su compatriota Wittgenstein, Handke cree que el lenguaje es útil para todo, excepto para lo realmente importante: “Donde debería estar el límite de las palabras comienza a arder el follaje en los bordes, y las palabras se retuercen sobre sí mismas de modo infinitamente lento”. Monstruos metalingöísticos como “Algunas alternativas del estilo indirecto” o el poema-puñalada “La palabra tiempo” son pura violencia contra un lenguaje que invade el espacio exacto del universo. Fuera de él no hay nada. No describe la realidad: ES la realidad. Lo que no puede nombrarse no existe. Somos los eternos aspirantes a pensamientos sublimes, pero el instinto (también llamado pánico a no ser) puede más que la razón; de ahí que las imágenes poéticas no nos encumbren al Parnaso, sino que nos humillan en nuestra infinita cobardía: “Hacemos como si la soledad fuera un problema./ Tal vez es una idea fija:/ como el miedo a morir en verano,/ cuando más rápido llega la putrefacción”. Handke no es un tremendista: no se pierdan el hilarante “Las causas de muerte sin usar”, donde se narran las tribulaciones de un suicida que siempre va un paso por delante de la Parca, y se desespera por seguir vivo, porque vivir es la peor forma de estar muerto (“y no inspiro,/ ni expiro,/ y no me muevo un ápice”). Pero, sentido del humor aparte, persiste la ironía de creernos dueños de un idioma que castra nuestra imaginación. Para Handke, el lenguaje no es un medio, sino el principio y el fin de todo, nosotros incluidos.
Dice Borges que leer es una actividad más civilizada que escribir, y se nos ocurre que la de Handke puede definirse como poética de la barbarie: brutal, excesiva, un canto a la desmesura. Por supuesto que podríamos vivir sin poesía: de hecho, viviríamos mucho más felices si ciertos poetas dejaran de escribir. Pero sin Handke a duras penas podríamos seguir adelante. GRANDE.
A. SÁENZ DE ZAITEGUI