Los siete relatos son obras de arte
01/12/2009Publicado en Revista Viento Sur
El valor de los recuerdos, el poder de evocarlos en una fotografía, un cuadro: volver allí donde nunca deberíamos volver, el momento en el que todo se perdió. Antonio Crespo Massieu con estos siete relatos nos presenta a personajes que vuelven su mirada al pasado para encontrar aquel suceso que marcó su destino para siempre. Todas las historias marcadas a fuego en la mente, todas con olor a guerra. Sucesos gravísimos que han madurado en el tiempo y se divisan lejanos y asumidos.
Para ello se ayuda de profusas descripciones y un tono narrativo tierno y melancólico que nos sitúan inmediatamente en la vivencia personal del personaje, que nos hacen vivir con él cada una de las historias, cada uno de los sentimientos que ellos parecen sentir.
Ese tono narrativo será el que seguramente (y sin comparación porque en todo caso sería un logro del autor) recuerde al lector aquellos Girasoles ciegos de Alberto Méndez. A ello ayuda porque se utiliza también en sucesos extremos.
Los siete relatos son obras de arte.
Un olor a verbena, el primero de ellos, llena de esperanza los corazones en una situación crítica, seguramente la más espantosa que un ser humano puede vivir, y da la pauta para lo que el lector se va a encontrar en el libro: buscar la fuerza para seguir adelante en los recuerdos, porque el pasado que no nos ha matado nos hará más fuertes.
Don Alberto, el viejo profesor que se jubila, y que de todos los recuerdos imborrables que llegan en ese momento a su mente, el único que quisiera olvidar es el que cada día le atormenta, el fantasma de ese alumno al que defraudó, es el personaje del segundo relato: La última clase.
El peluquero de Dios, relato que da título al libro, es una historia bárbara pero entrañable que no voy a desvelar al lector. La vida de Samuel Lipstein se quebró aquél día que dio un paso al frente y decidió vivir. Juzguen ustedes mismos.
Una fotografía, al igual que el siguiente relato, Pequeño paisaje con mirada, nos muestra el poder telúrico de las descripciones de Antonio Crespo Massieu, su capacidad para envolver al lector y situarlo lejos en el tiempo para vivir uno de los momentos de quiebros al destino. La única diferencia es que en el segundo de los relatos el autor madrileño se reserva la única excepción al realismo que domina el libro, y lo hace también de manera silenciosa, natural, perfectamente lógica, como ocurrió con los peces aquellos de Cortázar.
Madrid en otoño es una bellísima historia de amor truncado por la dictadura argentina, que invita a la relectura por el placer de volver a disfrutar de ella.
El último de los relatos, El regreso, muestra una trama más complicada, también relacionada con los horrores de la guerra y de las dictaduras, y contiene a mi modo de ver la clave para comprender la profundidad del libro: “A veces hay que regresar. Irse, tomar distancia, luego volver. Mirar entonces con otra mirada. Descubrir este paisaje […] y verlo como recién aparecido. Tan diferente, tan extraño, tan reconocible y tan ajeno.”
Este es, en definitiva, un libro de relatos muy valioso, imprescindible diría yo, que gustará a los lectores a los que encantó aquella única y asombrosa propuesta literaria de Alberto Méndez, y al que deseo su misma suerte porque habrá muchos lectores, como yo, que estaban deseando volver a posar sus ojos en relatos como aquellos, que narraban la barbaridad del mundo desde la melancolía del perdedor pero no vencido.
Y que nadie busque polémicas en el parecido de ese peculiar tono narrativo tan difícil de lograr. Antonio Crespo Massieu, más poeta que narrador, define los objetivos de su poesía de esta manera: “Mirar el mundo con los ojos de las víctimas, los olvidados, los excluidos de la historia. La poesía es esta mirada, esta voz herida”.
No cabe entonces ninguna duda.
ESTEBAN GUTIÉRREZ GÓMEZ