Una novela de las que siguen
05/03/2010Publicado en El Cultural
Es digna de mención la contumacia de este madrileño, autor de cuatro novelas que, desde 1995, han ido definiendo su apuesta por un estilo exigente, sobrio y culto. Lo es porque desde que publicó la primera (La materia lenta; después vinieron Vivir es ver pasar y La paz de febrero) hasta esta última, Entrevías mon amour, se ve el recorrido de un escritor alentado por un afán de explorar, con el lenguaje, significados y sentidos; y por el importante poso de voraz lector, aunque selecto, a juzgar por las voces (clásicas y modernas) que se dejan sentir en los nombres y en los destinos de esta historia. Su argumento adopta el punto de vista de uno de sus protagonistas (aunque, en cierto modo, es un relato coral), “Teo Abad”: 40 años, reportero, regresa a Madrid (desde Bagdad, los Balcanes, Irak?), al paisaje de Entrevías, con la intención de no volver a cubrir más guerras. Regresa, así, a una parte de su vida que creía olvidada, a la vida de las mujeres de sus recuerdos, seres “atravesados por alguna limitación física y espiritual”, desamor, olvido, esterilidad, falta de libertad, deseo de venganza. Eran los nacidos en los 60, los que conocen lo ocurrido en este país de oídas, “con falta de ortografía y sin sintaxis”. Regresa a Judith, arqueóloga, empeñada en remover en las ruinas de su infancia para recuperar a sus padres, anarquistas fusilados y desaparecidos en los 70; al párroco Román, resistiéndose a que se abran “zanjas por todas partes”. Regresa a la vida de su padre, un niño de la guerra, tocado por la onda expansiva de su única verdad, su última obsesión: “llevarse la vida por delante”, destruir “el panteón de El Escorial”, donde “tantos se dejaron la dignidad”, y visitar la tumba de Machado. Y todos parece que esperan algo de él. Al menos eso deducimos de su discurso, ininterrumpido y desordenado, como todos los que rescatan residuos de la memoria, sin aclaraciones ni juicios. De modo que, lo que nos llega es la historia de un paisaje emocional en el que conviven diferentes planos, voces, distintas generaciones. La hace entrañable la imperceptible sutura entre personajes, entre escenas crudas y tiernas. La enriquece su acertado manejo de la elipsis. Y la humaniza el que trata de quienes se dejan la vida buscando su memoria, “derrotar el monstruo de la guerra”. De cualquier guerra. Y todavía más: es una novela de las que siguen, a pesar de terminar.
Pilar CASTRO