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La maduración de una voz poética 20/11/2009Publicado en La Tormenta en un vaso (blog)



La paulatina maduración de una voz poética es un misterio. Nadie sabe a qué territorios puede llevarle la escritura al cabo de los años, qué tortuosas trayectorias puedan finalmente conducir al adensamiento de una voz, su óptima afinación en uno u otro tono. Tampoco cabe seguridad alguna sobre el éxito de tal evolución; ni una edad donde quepa esperar ese salto cualitativo. Y sin embargo, a veces sucede: a fuerza de honestidad y entrega un poeta logra encontrarse a sí mismo. Al leer Picados suaves sobre el agua tuve esa indefinible sensación, la certeza de que el poeta Antonio Luis Ginés encontraba al fin su voz. Tres libros y cerca de 15 años de escritura tuvo que recorrer hasta llegar aquí. En este nuevo poemario todo lo que ya venía apuntándose en los anteriores parece haber encontrado su cauce, el registro más apropiado para desarrollar en plenitud su singularidad.
Crónica de la desolación del sujeto contemporáneo, estos poemas en prosa expresan de manera más descarnada que lo haría el verso tradicional la experiencia vital del individuo perdido en la multitud. Se alcanza así un reduplicado distanciamiento. Se sitúa la voz en las antípodas de la tradición elegíaca y su estetización de la pérdida. Por el contrario, el lector se siente conmovido por el sistemático despojamiento de lirismo en el poema. Todo aquello que no se dice, lo que queda entre líneas, adquiere la máxima relevancia. La angustia se aloja en esa mirada implacable, cámara fija que enuncia el poema sin aspavientos emocionales. El desgarro es omnipresente, telón de fondo que apenas se sugiere en claroscuro, pero se sortea el patetismo del yo. La clave se halla en la singular disposición de la voz: un narrador que acostumbra situarse fuera de escena, registrándolo todo con aparente objetividad. El poema es aquí la huella de una mirada, a trechos cinematográfica, en donde el sujeto entra y sale subrepticiamente del poema. Si nos emociona es precisamente por esa actitud “despoetizada”, de donde toda belleza convencional, todo lirismo, han sido cuidadosamente desterrados.
Poesía tras la muerte de la lírica: en prosa, desde un sujeto tachado, sin concesiones esteticistas de ninguna clase. Un yo que apenas se manifiesta en cuanto desilusionado espectador de sí mismo. La sequedad de la expresión aporta tensión al discurso; la cámara objetivista alimenta nuestra inquietud. La ausencia del lamento, la desaparición de un sujeto explícito y su desplazamiento por una voz en off, traza un hueco en el discurso que el lector percibe como un latigazo de desasosiego. Tan sólo de través alcanza a manifestarse la subjetividad, mediante vacilantes apreciaciones (quizás…, parece…, podría…), basculando siempre en la duda de un siempre precario equilibrismo de las emociones. El sujeto tachado habita la incertidumbre, navega a duras penas en el océano de la confusión, intentando inútilmente reunir sus fragmentos.
Se desarrolla así toda una poética de la inquietud. Sobrevuela el libro el tema obsesivo de la precariedad de las ilusiones humanas, devastadas por la prosaica realidad. Poema a poema queda siempre latente el deseo insatisfecho, los afanes condenados al fracaso de antemano. De ahí que la prosa, despojada de adornos estilísticos, se revele el mejor vehículo para transmitir tan minuciosa como impenetrable desolación. Semejante adecuación de fondo y forma, lo manifiesto y lo latente, encontramos en el sistemático cultivo de la fragmentación. Una percepción existencial de tan contenido desgarramiento encuentra su despliegue natural en la sucesión de escenas fragmentarias. A menudo el poema se cierra sin concluir, la situación queda interrumpida, en suspenso, dejándonos al borde de una resolución que nunca llega. Es más, antes de devolvernos al blanco de la página los poemas en prosa suelen desembocar en unos pocos versos vacilantes en los que -lejos de trazarse una síntesis final- se va diluyendo la voz, como si de una señal de radioaficionado que se extinguiera en la noche se tratase. Se nos ofrece una información parcial, tan sólo retazos de una sórdida realidad, dispersas pinceladas que no alcanzan a conformar un sentido. Se nos hurta cuanto sucede fuera de cámara, adonde el lector no es invitado. Frente a la tradición del poema perfecto, cerrado sobre sí mismo, que se propone generar un simulacro de orden, una ficción de un yo integrado y sin fisuras, la fragmentación del discurso apunta aquí a un sujeto estallado en mil pedazos, incapaz de reconstruir su imagen en el espejo, condenado a la disgregación, al desarraigo. Queda apenas una estela de datos dispersos, fugaces impresiones que señalan el hueco de una fractura vital, por donde se precipita el sinsentido.
Los lacónicos títulos —a menudo una sola palabra—, que apenas se abren a la velada sugerencia, abundan en ese radical distanciamiento que constituye la apuesta medular del libro. Una poesía nacida de un yo abocado a una existencia sin fundamento, que acaba hundiendo su bisturí introspectivo en la herida existencial de la incomunicación. Con frecuencia observamos desde fuera a sujetos atrapados en sí mismos, sometidos a un implacable cerco del que quisieran salir hacia el otro. Cada cual atrapado en su celdilla, deseoso de alguien a quien amar, con quien compartir… Pero el lenguaje se revela insuficiente; las emociones se resisten a manifestarse en plenitud a través de las palabras. Una inefabilidad de la emoción despojada del resplandor de lo sublime, hundida en una seca cotidianeidad sin concesión alguna al lirismo tradicional.
Y sin embargo reaparece una y otra vez la nostalgia de lo que pudo ser y no fue, el eco de un deseo que no acaba de resignarse a la extenuación. Proliferan los fragmentos en los que el afán de transformación se abre paso… para derrumbarse una y otra vez. Así pues el deseo destinado a la nada, la búsqueda de lo que jamás será, acaban por encarnarse en un destino trágico: un fatum sin sombra ya de mito, más terrible si cabe por su prosaica cercanía, desnudo ahora de toda romántica grandeza y toda solemnidad. Como nos revelara Sartre, “el hombre es una pasión inútil”. Antonio Luis Ginés parece saberlo bien, o mejor, ha sabido sentirlo hasta las últimas consecuencias, dándole una vuelta de tuerca más, a la luz de nuestro tiempo. El poeta se hace eco aquí de la angustia existencial, pero actualizándola desde un radical nihilismo posmoderno: un fingido objetivismo, una radical fragmentación, sin el consuelo del heroísmo trágico de los existencialistas ni su esperanza de un futuro mejor por construir. Poesía, como decía, tras la muerte de la lírica.
Asistimos al debatirse interior de seres rotos, abocados a una pseudovida, una existencia inauténtica, que sin embargo aspiran a recuperar siquiera un simulacro de la vida verdadera que parecían augurar los sueños de la adolescencia. De ahí la continua movilidad, el incesante trayecto, omnipresente en estos poemas en donde el viaje sin meta es un recurrente leit-motiv. Inagotable vuelo en círculos: “ese continuo desplazarse sin rumbo fijo”. La voz poética encarna así a un Sísifo de nuestros días, entregado a una febril movilidad que tan sólo conduce una y otra vez al mismo punto de partida, al mismo desaliento. Encontramos en ello uno de los más notables aciertos de este libro, pues es aquí donde el poeta da con la acertada expresión de una de las claves de la sentimentalidad de nuestro tiempo. Al fin y al cabo, así vivimos en la era de la ausencia del sentido: en una fugacidad continua sin porqué, un incesante viaje… hacia ninguna parte.
Integrado en esa familia de jóvenes poetas que desde hace más de una década encuentran en la minimalista tradición norteamericana de un Raymond Carver o una Anne Sexton su punto de partida, Antonio Luis Ginés parece haber encontrado con Picados suaves sobre el agua el tono y la modulación de una enérgica voz, ya madura, a tener muy en cuenta en los próximos años. Un lector dispuesto a mirar cara a cara el espejo roto de la inquietud contemporánea encontrará en él un libro imprescindible.

EDUARDO GARCÍA

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