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Rótulo de niebla azul 20/10/2008Publicado en ABCD



Como sucede con aquellos autores en los que el brillo e irradiación de la persona oscurece o deja a un lado la significación de su escritura, en el caso de Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963) se ha prestado casi más atención a la primera que a la segunda: sobre todo, a partir de una película que más que contemplar la totalidad, se limitó a focalizar determinados aspectos de la misma. Lo que, unido a lo anterior, ha hecho que de Sylvia Plath poseamos una imagen parcial e interesada: la que su familia y sus amigos, por un lado, y el feminismo, por otro, han querido extender, y que no son casi nunca coincidentes.

Hasta su obra la conocemos -o mejor: la conocíamos- mal porque, pese a su importancia, no estaba filológicamente bien fijada e, incluso ahora, que se nos presenta reunida, no tenemos absoluta certeza de que el texto trascrito por su marido sea exactamente el que ella dejó: hay demasiadas manos encima de sus letras y demasiados sentimientos de culpa e intereses como para que el conjunto no haya sufrido alguna alteración en tal o cual aspecto de su totalidad, ya que los borradores no se reproducen y es sabida la dureza que contra sus seres más queridos contienen algunas partes del original.

Claves interpretativas. Por eso mismo hay que agradecer a Xoán Abeleira -traductor de solvencia demostrada- no sólo la forma con que ha vertido este conjunto sino también el modo en que, con su utilísimo y necesario aparato de notas, facilita el acceso del lector a él: porque la información que sus acertadas notas aportan no son exhibiciones eruditas sino claves interpretativas, sin las cuales resultaría prácticamente imposible recomponer su complejo sistema referencial, que aquí queda muy claramente explicitado.

Y es que Sylvia Plath fue todo menos una «escritora ingenua» o «confesional»: poseía una sólida y amplia cultura; la lengua de sus progenitores era el alemán y ella tradujo un poema de Rilke; conocía los mecanismos y resortes con que opera el mito y era una ferviente lectora de La diosa blanca de Graves; sentía fascinación por la representación plástica, en concreto por la pintura metafísica de Giorgio de Chirico y por la Chapelle du Rosaire de Matisse; se había ocupado de una figura trágica como Fedra; solía viajar con un ejemplar de las Geórgicas de Virgilio; conocía bien la mitología clásica y se había interesado por el folclore africano; y no pocos de sus poemas dejan ver ecos y maneras de Dylan Thomas, Wallace Stevens, Roethke, Blake, Emerson y Swift; sabemos, por Elizabeth Compton, que la conoció en mayo de 1962, que era «una mujer comprometida», y alguna de sus mejores estudiosas -como Erica Wagner- ve, en un poema suyo como «La dama y la cabeza de terracota», la construcción de una especie de «Orfeo femenino».

Heroína trágica. Como hace decir a uno de sus personajes, le da más miedo nuestro mundo que el del más allá. Heroína trágica de nuestra poesía y de nuestro tiempo, Plath ha reactualizado temas y formas del lirismo griego, dándoles una nueva carga emocional. Su obra poética es tan intensa como visual: de hecho, antes de escribir sus poemas, los visualizaba, y distinguía entre «a book poem» y «not a book poem» como criterio orgánico de su creación.

La crítica advierte en ella tres fases: hasta 1956; desde esta fecha hasta 1960; y desde 1960 hasta 1963. Pero lo que sorprende es la unidad visible en su evolución. Su marido, el poeta Ted Hughes, la define como «un sobrecargado sistema de símbolos e imágenes interiorizados, un círculo cósmico cerrado», en el que lo característico es su intenso proceso de aceleración y el carácter abisal y concéntrico de sus movimientos, en los que se traduce tanto la fuerza como el misterio que los rige.

Abeleira insiste en que la obra de Plath «está muy por encima de su mito» y critica el modo en que su figura ha sido manipulada: reivindica su condición de visionaria y subraya lo que Judith Kroll había apuntado: que en su obra «los acontecimientos están absorbidos y transfigurados por la función universalizadora del mito», en cuyos personajes femeninos de la Antigüedad Clásica tanto profundizó.

La lectura de la poesía completa de Sylvia Plath es, pues, algo necesario: asistimos en ella a un acto de estrago y ceremonia a la vez, a un llegar al corazón mismo de yo, del ser y de las cosas, a una experiencia poética de la más alta y profunda intensidad, a una vivencia mística, carnal, mental y religiosa. Y, sobre todo, tenemos la certeza de sabernos ante una palabra poética de verdad.

JAIME SILES

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